jueves, 2 de diciembre de 2010

Apuntes sobre Vicién y Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) Parte I

¿Estuvo alguna vez Santiago Ramón y Cajal en Vicién? Posiblemente la mayoría respondería que no a la pregunta planteada. Por ello hemos querido traeros algunas citas que confirman la presencia del que fuese Novel de Medicina en nuestro pueblo. En esta ocasión os dejamos con unas reseñas de su libro Recuerdos de mi vida en la que aparece Vicién y dejamos para otro día otros textos escritos por terceros que también hablan de la presencia del Novel en nuestra localidad. 



Recuerdos de mi vida

(1852-1934)

Escrito por Santiago Ramón y Cajal


Enlaces para la lectura completa:
- Capítulo XVI
- Capítulo XVII
- Libro completo




ReSEÑA DEL CAPÍTULO XVI


En estas pláticas y disputas llegamos a Vicien. Anochecía, y como el hambre comenzase a dejarse sentir, cierto compañero llamado Javierre tuvo la salvadora idea de visitar al maestro del pueblo, tío suyo, hombre campechano y a carta cabal. Aprobado el plan, entramos solemnemente en la aldea, que encontramos ardiendo en fiestas, con baile y algazara en la plaza y mayos en las calles. Satisfecho de ver a su sobrino, así como a la honrada compañía, el buenísimo del maestro nos acogió franca y generosamente. Comimos de lo lindo, y de un tirón dormimos diez horas. ¡Oh, hermosa serenidad de la adolescencia!

Al siguiente día, sosegados los ánimos y descansadas las piernas, nuestras ideas cambiaron de rumbo; y entre los compañeros dominó el prudente propósito de retornar al abandonado redil. El profundo sueño había disipado los románticos ensueños; y la excelente digestión de la cena, después del baile (a que algunos camaradas se entregaron la víspera), había creado en la cuadrilla sano optimismo propicio al arrepentimiento.

Nada pudieron contra aquellas tornadizas voluntades mis especiosos sofismas. Como quien oye llover escucharon mis supremos llamamientos al honor de la palabra empeñada, y la evocación ardorosa de las hermosas perspectivas que una existencia libre, fértil en aventuras, nos prometía. Todos prefirieron la azotaina cierta a la fortuna quimérica, el sombrío pasado al glorioso porvenir...
Al fin hube de ceder. Y en el crepúsculo de un día aciago, que debió de ser el primero de éxodo épico y triunfante, regresé a Huesca, con la negra melancolía de Don Quijote vencido, con la decepción dolorosa de Calicrates, herido antes de comenzar la gloriosa batalla.



RESEÑA DEL CAPÍTULO XVII

Meses antes ocurrió en la estación de Tardienta, según creo, horrible descarrilamiento, de que resultaron muchos muertos y heridos.1 Excusado es decir que el recuerdo de la catástrofe no se apartaba de mi ánimo, preocupándome profundamente. Y así, cuando apareció el tren, experimenté sensación de sorpresa mezclada de pavor. De buena gana hubiera retrocedido al pueblo. A la verdad, el aspecto del formidable artilugio era nada tranquilizador. Delante de mí avanzaba, imponente y amenazadora, cierta mole negra, disforme, compuesta de bielas, palancas, engranajes, ruedas y cilindros. Semejaba a un animal apocalíptico, especie de ballena colosal forjada con metal y carbón. Sus pulmones de titán despedían fuego; sus costados proyectaban chorros de agua hirviente; en su estómago pantagruélico ardían montañas de hulla; en fin, los poderosos resoplidos y estridores del monstruo sacudían mis nervios y aturdían mi oído. Al colmo llegó mi penosa impresión cuando reparé sobre el ténder dos fogoneros, sudorosos, negros y feos como demonios, ocupados en arrojar combustible al anchuroso hogar. Miré entonces a la vía y creció todavía mi alarma al reparar la desproporción entre la masa de la locomotora y los endebles, roñosos y discontinuos rieles, debilitados además por remaches y rebabas. Cuando el tren los pisaba parecían gemir dolorosamente, doblegándose al peso de la mole metálica. El valor me abandonó por completo...

Paralizado por el terror, dije a mi abuelo:

—¡Yo no me embarco!... Prefiero marchar a pie... Sin hacerme caso, mi colosal antepasado, quieras que no, me embutió en un vagón. Entráronme sudores de angustia. Un vaho de carne desaseada y maloliente ofendió mis narices. Encontreme, barajado y como bloqueado, entre maletas, cestas, gallinas, conejos y zafios labriegos y aldeanas.

Por fortuna, a poco de arrancar el tren, fue disipándose el susto: la imagen del paisaje sirvió como derivativo a la emoción. Colgado a la ventanilla, contemplé embebecido la cabalgata interminable de aldeas grises, de chopos raquíticos, palos del telégrafo, trajinantes polvorientos y amarillos rastrojos. Y al fin, al ver cómo avanzábamos, me di cuenta cabal de las ventajas de aquel singular modo de locomoción. Llegados a Vicien, mi tranquilidad era completa.

En el referido terror al tren, que parecerá acaso un poco extraño, entraron dos elementos: de una parte, el enervador recuerdo del trágico descarrilamiento ocurrido meses antes; y de otra, ese miedo instintivo e irrefrenable hacia lo desconocido, cuando se presenta con aspecto terrorífico, miedo característico de niños y salvajes. Trátase, según dicen los psicólogos, de un instinto humano primario, modificable, sin embargo, a impulsos de la razón y de la experiencia.

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